Muerte en Las Piedras: El Triste Relato de una Realidad que Nadie Quiere Ver

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La noticia, fría y concisa, llegó esta mañana desde Las Piedras: un hombre sin vida en la vía pública, a media cuadra de una comisaría. Poco después, el torbellino de la información y la desinformación comenzó su danza macabra. ¿Era un indigente? ¿Se le había ofrecido ayuda? ¿Hubo confusión con otro caso? La maraña de versiones oficiales, contradicciones y desmentidas dejó, al final del día, una única certeza inamovible: un ser humano perdió la vida en la calle.

Este suceso, más allá de los detalles procesales y las aclaraciones burocráticas, nos interpela. Nos golpea en el rostro con la cruda realidad de nuestra indiferencia, de la fina línea que separa la vida que conocemos de la existencia precaria de aquellos que, por razones diversas, no tienen un techo sobre sus cabezas.

Que el hombre de 51 años estuviera "pernoctando" o "trasladándose" al momento de su muerte, así como el intento de la Intendencia por asistir a un joven de 23 que, por fortuna, sí aceptó la ayuda, son detalles que, si bien relevantes en la investigación, no desvían la atención de lo fundamental: en el corazón de nuestra comunidad, entre las luces y sombras de nuestra vida cotidiana, existe una vulnerabilidad que a menudo elegimos no ver.

Nos tranquilizamos con la idea de que “se hacen esfuerzos”, de que “existen protocolos”. Y sí, es probable que se hagan. Pero, ¿son suficientes? ¿Estamos, como sociedad, haciendo todo lo que está a nuestro alcance para que nadie, absolutamente nadie, termine su vida en el frío asfalto, a la intemperie, a metros de una institución que debería velar por nuestra seguridad?

La confusión entre los casos, las idas y venidas de las declaraciones oficiales, son un síntoma. Un síntoma de la prisa por encontrar una explicación, por cerrar el expediente, por lavar la imagen. Pero la muerte en la vereda no es un expediente; es una tragedia humana. Y esa tragedia, nos guste o no, nos salpica a todos.

Porque cada persona en situación de calle es un recordatorio de nuestras fallas como comunidad. Es el eco de un sistema que, a veces, falla en proteger a los más frágiles. Es la evidencia de que, a pesar de nuestros avances y nuestra tecnología, aún no hemos logrado construir una red de contención lo suficientemente fuerte para abrazar a quienes se quedan fuera.

Hoy, la noticia se desvanecerá, dando paso a otros titulares. Pero la imagen de ese cuerpo, hallado en la vía pública, debería quedarse con nosotros. Debería ser un recordatorio constante de que la solidaridad no es solo una palabra bonita, sino una acción diaria. De que la empatía no es una emoción pasajera, sino un compromiso profundo.

La muerte en la vereda no es solo la muerte de un individuo. Es, en cierto modo, la muerte de una parte de nuestra humanidad. Y ante eso, la pregunta no es solo qué hizo la policía o la intendencia, sino ¿qué estamos haciendo nosotros, cada uno de nosotros, para que nadie más se convierta en una cifra, en un cuerpo anónimo en la crónica roja? Es hora de mirarnos al espejo y responder con honestidad.

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